- La revisión del BARKS Lab concluye que el habla es exclusiva humana, pese a cierta flexibilidad vocal canina.
- Los tableros con botones y collares “inteligentes” reflejan condicionamiento, no lenguaje.
- Antropomorfizar en exceso puede afectar al bienestar y distorsionar expectativas.
- Estudiar a los perros aporta pistas sobre el origen del lenguaje y aplicaciones en robótica social.
Hablar con los animales ha sido un anhelo recurrente y, cuando se trata del perro, la pregunta vuelve una y otra vez: ¿pueden aprender a hablar como nosotros? La curiosidad ha crecido al ritmo de la tecnología y de vídeos virales que prometen conversaciones con mascotas, pero la ciencia pide frenar, observar con calma y separar lo que realmente sabemos de lo que nos gustaría creer.
Un equipo del laboratorio BARKS de la Universidad Eötvös Loránd (Hungría) ha revisado la evidencia en Biologia Futura para evaluar si existe una base biológica que permita a un perro producir y comprender algo parecido al habla humana. No se trata de enseñarles a decir “hola”, sino de comprobar si, anatómica, cognitiva y evolutivamente, habría mimbres para una verbalización mínimamente comparable.
¿Puede un perro hablar? Estado de la evidencia

Desde la perspectiva evolutiva, si pronunciar palabras ofreciera a los canes una ventaja clara en entornos humanos, la selección natural ya habría favorecido ese rasgo. El equipo húngaro insiste en que su objetivo no es alimentar fantasías, sino acotar “lo que se sabe, lo que se exagera y lo que falta por investigar” con criterios de rigor.
La revisión sostiene que los perros poseen una sensibilidad excepcional para leer gestos, tonos y estados emocionales, pero que el habla sigue siendo una habilidad exclusivamente humana. Sí, hay cierta flexibilidad vocal y movimientos laríngeos capaces de generar una variedad de frecuencias; sin embargo, eso no equivale a construir palabras ni oraciones.
Además, los investigadores subrayan que forzar una supuesta “verbalización” podría abrir un problema añadido: el llamado valle inquietante. Un perro que sonase “demasiado humano” podría resultar perturbador, alterando el equilibrio emocional de la relación que mantenemos con ellos.
La idea clave queda en el aire con naturalidad: por mucho que nos atraiga imaginarlo, no hay señales firmes de que los perros estén en camino hacia la verbalización. Y, aun si se forzara, el coste ético y práctico podría ser elevado.
Qué sí pueden hacer: habilidades comunicativas caninas
En el día a día, muchos perros reaccionan a su nombre, a “paseo” o “comida”, y asocian sonidos con experiencias concretas: procesan palabras como señales útiles. Algunos experimentos han mostrado, además, que discriminan idiomas, registran el tono de voz y son capaces de reconocer a personas solo por su timbre.
El análisis anatómico sugiere que pueden ejecutar movimientos dinámicos de la laringe y producir un rango amplio de sonidos. Aun así, su tracto vocal carece del control fino necesario para articular fonemas diferenciados como hacemos los humanos, un requisito para que aparezcan sílabas estables y combinables.
En el plano cognitivo, aprenden vocabulario funcional vinculado a objetos o acciones, pero no hay evidencia de que manejen estructura lingüística (fonología, morfología, sintaxis, semántica) en el sentido humano. Dicho de otro modo: pueden mapear palabras a cosas, no combinar esas unidades en frases con significado abstracto.
Su comunicación, altamente eficaz, opera en otra capa: es gestual, emocional y contextual. Miradas, posturas, olfato, cambios de ritmo y matices en el ladrido conforman un sistema riquísimo que, sin ser “lenguaje” humano, funciona de maravilla entre especies.
Los límites: anatomía, cognición y motivación evolutiva
Los obstáculos aparecen en cadena. El control preciso de la laringe no alcanza, el tracto vocal no facilita la producción estable de fonemas y, sobre todo, no hay organización cognitiva que sostenga sintaxis o semántica comparables. La arquitectura necesaria para “hablar” no se reduce a emitir sonidos: requiere categorías, memoria de trabajo y reglas combinatorias.
El otro gran freno es la motivación evolutiva. A diferencia de nosotros, los perros no necesitan palabras para coordinarse o convivir con humanos: les basta con señales no verbales claras. Darles “voz” no añadiría demasiada ventaja adaptativa y sí podría introducir roces indeseados en su bienestar.
De hecho, el equipo advierte que intentar “forzar” el habla canina podría ser contraproducente. Además de los dilemas éticos, se corre el riesgo de romper un equilibrio relacional basado en la lectura mutua de gestos, contextos y emociones.
Hay, incluso, un componente cultural a considerar: desde fábulas clásicas hasta fenómenos virales, la tentación de “oír palabras” donde solo hay sonidos es fuerte. La historia está llena de ilusiones auditivas y malinterpretaciones bienintencionadas.
Tecnología y antropomorfismo: botones, collares y expectativas
Los tableros con botones que reproducen palabras o los collares “inteligentes” han popularizado la idea de que los perros “hablan”. Sin embargo, lo que observamos suele ser condicionamiento instrumental: el animal pulsa un botón porque aprendió que así obtiene algo, no porque construya frases con intención y gramática.
Confundir esos comportamientos con lenguaje real puede derivar en antropomorfismo excesivo. Al proyectar capacidades humanas donde no las hay, crecen las expectativas, se infantiliza al animal y se toman decisiones que no siempre favorecen su bienestar emocional.
Los autores también alertan sobre el riesgo de sobreexplotación mediática y científica: convertir a los perros en escaparates emocionales o en demostraciones de laboratorio, en vez de respetarlos como individuos con necesidades propias.
En pocas palabras, la tecnología puede ser útil para comunicarnos mejor, pero no convierte por arte de magia un repertorio de señales en un lenguaje articulado. Conviene usarla con cabeza, sin perder de vista qué es aprendizaje asociativo y qué no.
Para qué sirve estudiarlo: lenguaje humano y robótica social
Aunque los perros no vayan a “hablar”, investigarlos ayuda a entender cómo surgió el lenguaje en nuestra especie. No podemos recrear las condiciones en que apareció el habla humana, pero los modelos comparativos —como el de un animal domesticado que coopera con personas— brindan pistas valiosas sobre los primeros pasos cognitivos y neuronales.
Este conocimiento también nutre la robótica social y la etorobótica: si un robot aprende a leer señales humanas (y a hacerse leer) con la eficiencia de un perro, su integración en entornos cotidianos será más natural y útil, especialmente en tareas asistenciales o educativas.
La evidencia apunta en una dirección clara: los canes poseen comunicación exquisita, pero distinta de la nuestra. Entender sus códigos —y no intentar traducirlos en palabras— mejora tanto la convivencia como la ciencia que trata de explicarla.
